TRABAJO.
PAISAJE. FIGURA es el capítulo V de Marianela,
el único que no aparece en Nela,
aunque su hueco lo hace presente. En el próximo post intentaré explicar cómo
lo afronté, y por qué quedó fuera finalmente.
Pero
antes, querido lector, para desarrollar mejor esta entrada, me gustaría pedirte un pequeño esfuerzo; lee el
capítulo original.
Es
cortito, apenas cinco minutos, y lo he adjuntado debajo. Un aperitivo que
quizás te convenza para acercarte al texto de Galdós.
***
El
humo de los hornos que durante toda la noche velaban respirando con bronco
resoplido se plateó vagamente en sus espirales más remotas; apareció risueña
claridad por los lejanos términos y detrás de los montes, y poco a poco fueron
saliendo sucesivamente de la sombra los cerros que rodean a Socartes, los
inmensos taludes de tierra rojiza, los negros edificios. La campana del
establecimiento gritó con aguda voz: al trabajo, y cien y cien hombres
soñolientos salieron de las casas, cabañas, chozas y agujeros. Rechinaban los
goznes de las puertas; de las cuadras salían pausadamente las mulas,
dirigiéndose solas al abrevadero, y el establecimiento, que poco antes semejaba
una mansión fúnebre alumbrada por la claridad infernal de los hornos, se
animaba moviendo sus miles de brazos.
El
vapor principió a zumbar en las calderas del gran automóvil, que hacía
funcionar a un tiempo los aparatos de los talleres y el aparato de lavado. El
agua, que tan principal papel desempeñaba en esta operación, comenzó a correr
por las altas cañerías, de donde debía saltar sobre los cilindros.
Risotadas
de mujeres y ladridos de hombres que venían de tomar la mañana, precedieron a la
faena; y al fin empezaron a girar las cribas cilíndricas con infernal chillido;
el agua corría de una en otra, pulverizándose, y la tierra sucia se atormentaba
con vertiginoso voltear, rodando y cayendo de rueda en rueda hasta convertirse
en fino polvo achocolatado. Sonaba aquello como mil mandíbulas de dientes
flojos que mascaran arena; parecía molino por el movimiento mareante;
kaleidóscopo por los juegos de la luz, del agua y de la tierra; enorme
sonajero, de innumeros cachivaches compuesto por el ruido. No se podía fijar la
atención, sin sentir vértigo, en aquel voltear incesante de una infinita madeja
de hilos de agua, ora claros y transparentes, ora teñidos de rojo por la
arcilla ferruginosa; ni cabeza humana que no estuviera hecha a tal espectáculo;
podría presenciar el feroz combate de mil ruedas dentadas que sin cesar se
mordían unas a otras, y de ganchos que se cruzaban royéndose, y de tornillos
que, al girar, clamaban con lastimero quejido pidiendo aceite.
El
lavado estaba al aire libre. Las correas de transmisión venían zumbando desde
el departamento de la máquina. Otras correas se pusieron en movimiento y
entonces oyóse un estampido rítmico un horrísono compás, a la manera de
gigantescos pasos o de un violento latido interior de la madre tierra. Era el
gran martillo pilón del taller, que había empezado a funcionar. Su formidable
golpe machacaba el hierro como blanda pasta, y esas formas de ruedas, ejes y
raíles que nos parecen eternas por lo duras, empezaban a desfigurarse,
torciéndose y haciendo muecas, como rostros afligidos. El martillo, dando
porrazos uniformes, creaba nuevas formas tan duras como las geológicas, que son
obra laboriosa de los siglos. Se parecen mucho, sí, las obras de la fuerza a
las de la paciencia.
Hombres
negros, que parecían el carbón humanado, se reunían en torno a los objetos de
fuego que salían de las fraguas y cogiéndolos con aquella prolongación
incandescente de los dedos a quien llaman tenazas, los trabajaban. ¡Extraña
escultura la que tiene por genio al fuego y por cincel al martillo! Las ruedas
y los ejes de los millares de vagonetes, las piezas estropeadas del aparato de
lavado, recibían allí compostura y eran construidos los picos, azadas y
carretillas. En el fondo del taller las sierras hacían chillar la madera, y
aquel mismo hierro, educado en el trabajo por el fuego, destrozaba las
generosas fibras del árbol arrancado a la tierra.
También
afuera las mulas habían sido enganchadas a los largos trenes de vagonetes.
Veíaselas pasar arrastrando tierra inútil para verterla en los taludes, o
mineral para conducirlo al lavadero. Cruzábanse unos con otros aquellos largos
reptiles, sin chocar nunca. Entraban por la boca de las galerías, siendo
entonces perfecta su semejanza con los resbaladizos habitantes de las húmedas grietas,
y cuando en las oscuridades del túnel relinchaba la indócil mula, creeríase que
los saurios disputaban chillando. Allá en lo último, en las más remotas
cañadas, centenares de hombres golpeaban con picos la tierra para arrancarle,
pedazo a pedazo, su tesoro. Eran los escultores de aquellas caprichosas e
ingentes figuras que permanecían en pie, atentas, con gravedad silenciosa, a la
invasión del hombre en las misteriosas esferas geológicas. Los mineros
derrumbaban aquí, horadaban allá, cavaban más lejos, rasguñaban en otra parte,
rompían la roca cretácea, desbarataban las graciosas láminas de pizarra
psamnita y esquistosa, despreciaban la caliza arcillosa, apartaban la limonita
y el oligisto, destrozaban la preciosa dolomia, revolviendo incesantemente hasta
dar con el silicato de zinc, esa plata de Europa que, no por ser la materia de
que se hacen las cacerolas, deja de ser grandiosa fuente de bienestar y
civilización. Sobre ella ha alzado Bélgica el estandarte de su grandeza moral y
política. ¡Oh! La hojalata tiene también su epopeya.
El
cielo estaba despejado; el sol derramaba libremente sus rayos, y la vasta
pertenencia de Socartes resplandecía con súbito tono rojo. Rojas eran las peñas
esculturales, rojo el mineral precioso, roja la tierra inútil acumulada en los
largos taludes, semejantes a babilónicas murallas; rojo el suelo, rojos los
carriles y los vagones, roja toda la maquinaria, roja el agua; rojos los
hombres y las mujeres que trabajaban en toda la extensión de Socartes. El color
subido de ladrillo era uniforme, con ligeros cambiantes, Y general en todo; en
la tierra y las casas, en el hierro y en los vestidos. Las mujeres ocupadas en
lavar parecían una pléyade de equivocas ninfas de barro ferruginoso crudo. Por
la cañada abajo, en dirección al río, corría un arroyo de agua encarnada.
Creeríase que era el sudor de aquel gran trabajo de hombres y máquinas, del
hierro y de los músculos.
La
Nela salió de su casa. También ella, a pesar de no trabajar en las minas,
estaba teñida ligeramente de rojo, porque el polvo de la tierra calaminífera no
perdona a nadie. Llevaba en la mano un mendrugo de pan que le había dado la
Señana para desayunarse, y comiéndoselo marchaba aprisa, sin distraerse con
nada, formal y meditabunda. No tardó en pasar más allá de los edificios, y
después de subir el plano inclinado, subió la escalera labrada en la tierra,
hasta llegar a las casas de la barriada de Aldeacorba. La primera que se
encontraba era una primorosa vivienda infanzona, grande, sólida, alegre,
restaurada y pintada recientemente, con cortafuegos de piedra, aleros labrados
y ancho escudo circundado de follaje granítico. Antes faltara en ella el escudo
que la parra, cuyos sarmientos cargados de hoja parecían un bigote que aquella
tenía en el lugar correspondiente de su cara, siendo las dos ventanas los ojos,
el escudo la nariz y el largo balcón la boca, siempre riendo. Para que la
personificación fuera completa, salía del balcón una viga destinada a sujetar
la cuerda de tender ropa, y con tal accesorio la casa con rostro estaba
fumándose un cigarro puro. Su tejado era en figura de gorra de cuartel y tenía
una ventana de bohardilla que parecía una borla. La chimenea no podía ser más
que una oreja. No era preciso ser fisonomista para comprender que aquella cara
respiraba paz, bienestar y una conciencia tranquila.
Dábale
acceso un patiecillo circundado de tapias y al costado derecho tenía una
hermosa huerta. Cuando la Nela entró, salían las vacas que iban a la pradera.
Después de cambiar algunas palabras con el gañán, que era un mocetón formidable
... así como de tres cuartas de alto y de diez años de edad, dirigióse a un
señor obeso, bigotudo, entrecano, encarnado, de simpático rostro y afable
mirar, de aspecto entre soldadesco y campesino, el cual apareció en mangas de camisa,
con tirantes, y mostrando hasta el codo los velludos fornidos brazos. Antes que
la muchacha hablara, el señor de los tirantes volvióse adentro y dijo:
- Hijo mío, aquí tienes a la Nela.
Salió
de la casa un joven, estatua del más excelso barro humano, grave, derecho, con
la cabeza inmóvil y los ojos clavados y fijos en sus órbitas, como lentes
expuestos en un muestrario. Su cara parecía de marfil, contomeada con exquisita
finura; mas teniendo su tez la suavidad de la de una doncella, era varonil en gran
manera, y no había en sus facciones parte alguna ni rasgo que no tuviese
aquella perfección soberana con que fue expresado hace miles de años el
pensamiento helénico. Aun sus ojos puramente escultóricos, porque carecían de
vista, eran hermosísimos, grandes y rasgados. Desvirtuábalos su fijeza y la
idea de que tras aquella fijeza estaba la noche. Falto del don que constituye
el núcleo de la expresión humana, aquel rostro de Antinóo ciego poseía
serenidad del mármol, convertido por el genio y el cincel en estatua y por la
fuerza vital en persona. Un soplo, un rayo de luz, una sensación bastarían para
animar la hermosa piedra, que teniendo ya todas las galas de la forma, carecía
tan sólo de la conciencia de su propia belleza, la cual emana de la facultad de
conocer la belleza exterior.
Parecía
tener veinte años, y su cuerpo sólido y airoso, con admirables proporciones
construido; era digno en todo de la sin igual cabeza que sustentaba. Jamás se
vio incorrección más lastimosa de la Naturaleza, que la que tan acabado tipo de
la humana forma representaba, recibiendo por una parte admirables dones y
siendo privado por otra de la facultad que más comunica al hombre con sus
semejantes y con el maravilloso conjunto de todo lo creado. Era talla
incorrección, que aquellos prodigiosos dones quedaban como inútiles, del mismo
modo que si al ser creadas todas las cosas, hubiéralas dejado el Hacedor a
oscuras, para que no pudieran recrearse en sus propios encantos. Para que la
imperfección ¡ira de Dios! fuese más manifiesta, había recibido el joven portentosa luz interior, un
entendimiento de primer orden. Esto y carecer de la facultad de percibir la
idea visible, que es la forma, siendo al mismo tiempo divino como un ángel,
hermoso como un hombre y ciego como un vegetal, era fuerte cosa ciertamente. No
comprendemos ¡ay!, el secreto de estas horrendas incorrecciones. Si lo
comprendiéramos se abrirían para nosotros las puertas que ocultan primordiales
misterios del orden moral y del orden físico; comprenderíamos el inmenso misterio
de la desgracia, del mal, de la muerte, y podríamos medir la perpetua sombra
que sin cesar sigue al bien y a la vida.
Don
Francisco Penáguilas, padre del joven, era un hombre más que bueno, era
inmejorable, superiormente discreto, bondadoso, afable, honrado y magnánimo, no
falto de instrucción. Nadie le aborreció jamás; era el más respetado de todos
los labradores ricos del país, y más de una cuestión se arregló por la
mediación, siempre inteligente, del señor de Aldeacorba de Suso. La casa en que
le hemos visto fue su cuna. Había estado de joven en América, y al regresar a
España sin fortuna, había entrado a servir en la Guardia Civil. Retirado a su
pueblo natal, donde se dedicaba a la labranza y a la ganadería, heredó regular
hacienda, y en la época de nuestra historia acababa de heredar otra muy grande.
Su
esposa, que era andaluza, había muerto en edad muy temprana, dejándole un solo
hijo, que desde el nacer demostró hallarse privado en absoluto del más precioso
de los sentidos. Esto fue la pena más aguda que amargó los días del buen padre.
¿Qué le importaba allegar riqueza y ver que la fortuna favorecía sus intereses
y sonreía en su casa? ¿Para quién era esto? Para quien no podía ver ni las
gordas vacas, ni las praderas risueñas, ni las repletas trojes, ni la huerta
cargada de frutas. Don Francisco hubiera dado sus ojos a su hijo, quedándose él
ciego el resto de sus días, si esta especie de generosidades fuesen
practicables en el mundo que conocemos; pero como no lo son, no podía D.
Francisco dar realidad al noble sentimiento de su corazón, sino proporcionando
al desgraciado joven todo cuanto pudiera hacerle agradable la oscuridad en que
vivía. Para él eran todos los cuidados y los infinitos mimos y delicadezas cuyo
secreto pertenece a las madres, y algunas veces a los padres, cuando faltan
aquellas. Jamás contrariaba a su hijo en nada que fuera para su consuelo y
entretenimiento en los límites de lo honesto y moral. Divertíale con cuentos y
lecturas; tratábale con solícito esmero, atendiendo a su salud, a sus goces
legítimos, a su instrucción y a su educación cristiana, porque el señor de
Penáguilas, que era un sí es no es severo de principios, decía: No
quiero que mi hijo sea ciego dos veces.
Viéndole
salir, y que la Nela le acompañaba fuera, díjoles cariñosamente:
- No os alejéis hoy mucho. No corráis ... Adiós.
Miróles
desde la portalada hasta que dieron vuelta a la tapia de la huerta. Después
entró, porque tenía que hacer varias cosas; escribir una esquela a su hermano
Manuel, ordeñar una vaca, podar un árbol y ver si había puesto la gallina
pintada.